Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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reinas escuchaban también; y como esta-
ban fatigadas, deseaban dormir, y sobre todo impedir que el monarca se pasara aquella noche con Saint-
Aignán y las damas, pues si la etiqueta encerraba en sus habitaciones a la princesa, las damas podían pa-
searse terminando el servicio.
Según se ve, todos aquellos intereses contrapuestos iban levantando vapores que debían transformarse en
nubes, como éstas en tempestad. El rey no podía morderse el bigote porque aun no lo tenía; pero roía el
puño de su látigo. ¿Cómo salir del atolladero? D'Artagnan se sonreía y Colbert se daba tono. ¿Contra quién
descargar la cólera?
--Que decida la reina --repuso Luis XIV saludando a María Teresa y a su madre.
La deferencia del monarca llegó al corazón de la reina, que era buena y generosa, y que, al verse árbitra,
contestó respetuosamente:
--Para mí será una gran satisfacción cumplir la voluntad del rey. ¿Cuánto tiempo se necesita para ir a
Vaux? --preguntó Ana de Austria vertiendo sílaba a sílaba sus palabras, y apretándose con la mano su do-
lorido pecho.
--Para las carrozas de Vuestras Majestades y por caminos cómodos, una hora --dijo D'Artagnan. Y al
ver que el rey le miraba, se apresuró a añadir: --Y para el rey, quince minutos.
--Así llegaremos de día --repuso Luis XIV.
--Pero el alojamiento de la casa militar --objetó con amabilidad el intendente --hará perder al rey todo
el tiempo que gane apresurando el viaje, por muy rápido que éste sea.
--¡Ah! bruto --dijo para sí D'Artagnan; --si yo tuviese interés en desacreditarte, antes de diez minutos
lo habría conseguido. Y en alto voz añadió: --Yo de Su Majestad, al dirigirme a casa del señor Fouquet,
que es un caballero cumplido, dejaría mi servidumbre y me presentaría como amigo; quiero decir que entra-
ría en Vaux sólo con mi capitán de guardias, y así sería más grande y más sagrado para mi hospedador.
--He ahí un buen consejo, señora --dijo Luis XIV, brillándole de alegría los ojos. --Entremos como
amigos en casa de un amigo. Vayan despacio los de las carrozas, y nosotros, señores, ¡adelante!
Dicho esto, el rey picó a su caballo y partió al galope, seguido de todos los jinetes.
Colbert escondió su grande y enfurruñada cabeza tras el cuello de su cabalgadura.
--Así podré hablar esta noche misma con Aramis --dijo para sus adentros D'Artagnan mientras iba ga-
lopando. Además el señor Fouquet es todo un caballero, y cuando yo lo digo, voto a mí que pueden creer-
me.
Así, a las siete de la tarde, sin trompetas ni avanzadas, exploradores ni mosqueteros, el rey se presentó
ante la verja de Vaux, donde Fouquet, previamente avisado, hacía media hora que estaba aguardando con la
cabeza descubierta, en medio de sus criados y de sus amigos.

NÉCTAR Y AMBROSÍA

Fouquet tuvo el estribo al rey, que, apeándose, se enderezó graciosamente, y, más graciosamente aún,
tendió la mano al superintendente, que la acercó respetuosamente a sus labios a pesar de un ligero esfuerzo
del monarca.
El rey aguardó en el primer recinto la llegada de las carrozas, que no se hicieron esperar. Las damas, que
llegaron a las ocho de la noche, fueron recibidas por la señora superintendenta a la claridad de una luz viva
como la del sol, que surgió de los árboles, jarrones y estatuas, y duró hasta que sus majestades hubieron
desaparecido en el interior del palacio.
Todas aquellas maravillas, amontonadas, todos aquellos esplendores de la noche vencida, la naturaleza
enmendada, de todos los placeres, de todas las magnificencias combinadas para la satisfacción de los senti-
dos y del espíritu, Fouquet los ofreció realmente a su soberano en aquel encantado retiro, del que soberano
alguno de Europa podía vanagloriarse entonces de poseer otro equivalente.
No hablaremos del gran festín que reunió a sus majestades, ni de los conciertos, ni de las mágicas meta-
morfosis, nos limitaremos a pintar el rostro del rey, que, de alegre, expansivo y satisfecho como era al prin-
cipio, luego se volvió sombrío, reservado, irritado. Recordó su palacio y el mísero lujo de éste, que no era
sino el utensillo de la realeza y no propiedad del hombre--rey. ¿Los grandes jarrones de Louvre, los anti- guos muebles y la vajilla de Enrique II, de Francisco 1, y de Luis XI, no pasaban de monumentos históri-
cos, de objetos de valor intrínseco, desechos del oficio del rey? En el palacio de Fouquet, el arte competía
con la materia. Fouquet comía en una vajilla de oro que habían fundido y cincelado para él, artistas a su
sueldo, y bebía vinos de los que el rey de Francia ni aun conocía el nombre, y les bebía en vasos cada uno
de los cuales valía más que toda la bodega real.
¿Y qué diremos de los salones, de las colgaduras, de los cuadros y de los criados y lacayos de toda espe-


 

 
 

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